El corazón lleno de nombres

Al final del camino me dirán
- ¿Has vivido? ¿Has amado?
Y yo sin decir nada,
abriré el corazón lleno de nombres...

Pedro Casaldáliga

miércoles, 12 de marzo de 2014

Preguntas en el desierto

¿Cuál es nuestra misión? ¿Qué hace que nuestra vida valga la pena? Es algo que he trabajado mil veces con gente joven, porque son las típicas “preguntas existenciales” de quienes buscan su camino. Sin embargo, a mis 45 años me encontré de pronto haciéndome las mismas preguntas. No por dudar de la vida que elegí, sino porque de pronto una llega a ese momento en el que hay que ajustar las expectativas, mirar hacia atrás y hacia adelante y preguntarle al Señor, ¿voy bien? ¿Es esto lo que esperabas de mí?.

La Cuaresma inicia con la imagen de Jesús en el desierto, enfrentando las tentaciones que lo acompañarían el resto de su vida.
El desierto está lleno de simbolismo. Es un lugar límite, de soledad y de peligro. Pero también fue para el pueblo de Israel el lugar del “primer amor”, aquel en el que Dios los guió y alimentó, donde les entregó su Ley y los hizo pueblo suyo.
Por eso textos de amor como el de Oseas: "Por eso voy a seducirla, la llevaré al desierto y ahí hablaré a su corazón... y ella responderá ahí como en el día de su juventud..." (Os 2, 16-17). O la nostalgia de Dios: "Así dice Yahveh: De ti recuerdo tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo; aquel seguirme tú por el desierto, por la tierra no sembrada..." (Jer 2,2)

En el desierto nos encontramos con nuestros propios demonios, y se hacen más nítidas las voces que surgen de nuestras necesidades no resueltas: la necesidad de prestigio, aplauso y reconocimiento, el deseo idealizado de que no nos tocará el mal o el dolor, y también las hambres físicas, concretas... El demonio le planteó a Jesús: "Si verdaderamente eres Hijo de Dios..." es decir, la pregunta insidiosa de si Dios es nuestro Padre. Es una pregunta sobre Dios, y también sobre nuestra propia identidad.
En el desierto se quiebra la fantasía de lo automático y lo espectacular. Ahí hay que aprender que las piedras son piedras, y respetarlo. Aprender también a no tentar a Dios con riesgos absurdos, porque nada (ni el ser Hijo de Dios) te exime del dolor, de las caídas…
Pero si logramos silenciar las otras voces, lo que se oye es el susurro de Dios. Y ese susurro nos devuelve a lo esencial: la confianza básica en un Dios al que no necesitamos "poner a prueba" y las palabras que alimentan nuestro corazón y nos dan sentido. Aprendemos que no se pide de nosotros ser todopoderos@s, sino human@s.
Entendemos qué quiere decir Dios cuando nos llama "hijo", "hija amada". Y por qué se complace.

Clara Malo C. rscj

sábado, 8 de marzo de 2014

Fajitas de pollo

Hace poco más de un año empecé a tomar contacto con la oración contemplativa: aprender a hacer silencio y simplemente "estar" frente a Dios. Hacer a un lado el exceso de "rollos" para escuchar más, y sobre todo, bajarle a la ansiedad de tener que "llenar el tiempo"  con palabras. Aceptar que un modo válido de estar con Dios es simplemente eso: estar callados, sin que tenga que haber de por medio alguna revelación especial, sentimientos alborotados, o un espacio de auto-análisis tipo "querido diario...".  Algo así como cuando en un espacio de verdadera intimidad con alguien te quedas sin palabras, y eso es lo mejor de todo.
Suena sencillo, pero confieso que a mí se me resiste. Soy intensa, reflexiva, sentimental y tengo además una imaginación descontrolada. Así que los primeros intentos (y los segundos, y los terceros) por hacer silencio, respirar y no moverme, terminaron en bastante frustración.  Algo me estaba faltando, porque la sensación era de estar chocando contra una pared. Parecía que el acento estaba en aguantar: aguantar la comezón en la nariz, el dolorcillo instalado en un omóplato. Aguantar también (y eso es mucho más importante) la tentación de ir rápidamente a checar mi correo y de una vez ver las noticias, y asomarme a Facebook, y... fin.
Al pasar las semanas mi culpa y frustración subía y bajaba. Si lograba permanecer quieta y concentrada, quedaba contenta. Si me vencían las distracciones, me quedaba con cierto fastidio, enojo conmigo misma y la sensación de que el hilo de mi relación con Dios se iba haciendo cada vez más tenue.

Una mañana me dije: ahora sí. Dejé la computadora apagada y lejos de mis manos. Me senté en mi rincón del sofá, con mi té preparado. Crucé las piernas, junté las manos, cerré los ojos, respiré profundo algunas veces... y mi primer pensamiento luminoso fue: "¡FAJITAS DE POLLO!  Queda perfecto para la comida de hoy". Medio segundo después, el primer regaño de mi conciencia: "¡No tienes remedio!"... pero entonces pude casi ver a Jesús: sonrisa ancha, ojos de risa, y diciendo mientras se sentaba en el sillón: Ok, Clara, cuéntame qué vas a hacer de comer. 
Me dieron ganas de abrazarlo con lágrimas en los ojos. ESTE eres Tú. El amigo con el que puedo estar callada a veces, pero con el que puedo reír y llorar también.  El que me acompaña a la cocina y al mercado. El que me comparte su inmenso dolor cuando leemos juntos las noticias. Este, el compañero con quien comparto una larga historia, a veces tormentosa, siempre apasionante.
Volví a entender lo básico de la oración: los métodos ayudan, pero lo que de verdad importa es la historia de relación que se teje día con día. La oración no se califica del uno al diez, nunca. Porque no se trata de mirarnos a nosotros mismos, y de ir subiendo puntos en el ranking imaginario de los místicos. Se trata de estar con Alguien del modo más cercano posible. Y ese "modo" no depende de nosotros, porque (ese es el otro básico), una relación es de dos. Y en este caso, Dios mismo es el primer interesado, y nos busca, nos ronda, nos alcanza...
Ese día hablamos de pollo y arroz. De ingredientes para ensalada. Pero lo que pasó ahí fue mucho más que eso, porque ese día recuperé la libertad. Y todavía más importante: sentí que recuperaba, paso a paso, mi propia identidad y mi amistad más honda. Después de un rato me quedé callada. Un silencio lleno de asombro y gratitud, parecido al que se hace cuando cierras los ojos saboreando un chocolate extraordinario. O cuando los abres grandes para no perderte ni una chispa de los cohetes en una fiesta.
Clara Malo C, rscj

viernes, 7 de marzo de 2014

Silencio

Estos últimos meses he tomado muchos litros de té y han pasado por la mente y el corazón tantas reflexiones que sería imposible compartirlas todas. Me cambié de casa, cambié también de trabajo, vino un huracán y pasé una temporada en Roma. Ya perdí la cuenta de los temas de los que he dicho: "esto podría ser para el blog", aunque reconozco que también ha sido importante dejar espacio al silencio. Silencio interno, para asentar las cosas. Silencio externo, dándome permiso de dejar registrado sólo en el cuaderno y en el corazón lo que va pasando ahí.
Vivimos en un mundo que se ha ido saturando de palabras, y a veces se nos va contagiando la urgencia de dar cuenta en público de todo lo que sucede. Del mismo modo, llenamos el tiempo mirando, leyendo, "enterándonos".
La Cuaresma es un tiempo que parece especialmente hecho para la reflexión y el silencio. Pero también es tiempo de "convertirnos" y "anunciar".
Volver a escribir es para mi un modo de ponerme en camino, así que aquí estoy otra vez.
Como dije al iniciar el blog, a quienes quieran tomar el té conmigo, bienvenidos, bienvenidas.