Saint Charles, Missouri, noviembre
de 2012
Queridos jóvenes, alumnas, amigos:
Sé que estos días les han hablado de mí, y quiero
escribirles personalmente para ponerme en contacto con ustedes. No saben qué
alegría me da saber que todavía hay personas con el deseo de ir más allá de lo que conocen. Las
misiones fueron el gran sueño de mi vida. Me movía especialmente el deseo de
vivir entre los indios de América. Ahí, entre ellos, quería morir.
Claro, muchos de ustedes no me conocen. Yo viví a
principios del siglo XIX. En América ese fue el tiempo de los pioneros, en el
que los indios eran desplazados de sus territorios para ser llevados cada vez
más al oeste. En Francia, donde yo vivía, esa gente y esa tierra sonaban como
algo muy lejano...
¿De dónde salió lo de América? Todo empezó cuando oí
a un sacerdote hablar de que los indígenas de allá no conocían nuestra fe. ¿Cómo no iba a querer llevarles la noticia de Jesús? ¿Cómo no mostrarles
su corazón? Pero la experiencia más fuerte fue la de un Jueves Santo. Ese Jueves me quedé
hablando con Dios toda la noche... y una y otra vez se me venía la idea: América.
No quiero hacerles larga la historia. En 1818 me
embarqué en el “Rebeca” rumbo a Missouri. Todavía tardé muchos años en cumplir
mi sueño: tal vez no lo van a creer,
pero tenía 73 años cuando al fin me fui a vivir entre los Potowatomies. No
piensen tampoco que me dediqué entonces a hacer grandes cosas, la verdad es que
por más que lo intenté nunca pude aprender su lengua, así que oraba por ellos.
Esa fue mi misión. Dicen que los indios me llamaban la-mujer-que-siempre-reza.
Es lo más bonito que han dicho de mí.
Muchas veces me desesperaba porque parecía que lo
que yo había soñado no se cumpliría. Me entraba inseguridad, me llegué a sentir
bastante inútil. Tenía que recordar una frase que usaba mi amiga Sofía Barat:
“Valor y confianza”. Paciencia. Fueron
años de esperar para llegar a la tierra de los indígenas. Pero valió la pena.
¿A dónde voy con todo esto? Creo que en el fondo lo
que quiero es compartir con ustedes algo de lo que aprendí en mi vida.
Lo primero tal vez,
es que la vida no puede medirse en términos de “éxitos” y “fracasos”. Viéndolo
bien, mi vida podría leerse como un gran fracaso: mis sueños se cumplieron en
una medida pequeñísima. Y sin embargo, creo que en el fondo lo importante no
era “la realización de mi sueño”, sino que de alguna manera colaboré en el plan
de Dios.
Creo que otro gran
aprendizaje fue que vale la pena arriesgarse en la vida. Y no porque nosotros
seamos lo máximo. La verdad es que yo nunca me sentí muy segura de mí misma. En
estos tiempos en que se usa tanto el tener una estupenda autoestima, creo que
lo que a mí me sostuvo fue saber que el Señor iba delante de mí y era mi
fuerza. Por eso me atreví a correr tantos riesgos.
Otro secreto: se puede vivir con pocas cosas, sencillamente. Si vieran "mi cuarto" en la casa en la que vivía, no lo creerían. En cambio, sí hay que poner todo nuestro esfuerzo para que no haya pobreza injusta. Yo puse todo mi corazón en defender nuestra escuela más pobre, y la posibilidad de ir cada vez más hacia la orilla, cada vez más "abajo".
Espero que a ustedes el Señor los ayude a vivir esa libertad que sirve para
entregarse a la misión. Que puedan ser personas que se arriesgan, más seguros de
la presencia de Dios que de sus propias cualidades.Yo sigo pidiendo por ustedes.
Con mucho
cariño
Filipina
Duchesne, rscj
Gracias, Clara, por llevar la voz de Filipina a una nueva generación... a través de la carta, sí...y también a través de una vida comprometida a compartir la belleza del Corazón.
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