La Cuaresma inicia con la imagen de Jesús en el desierto, enfrentando las tentaciones que lo acompañarían el resto de su vida.
El desierto está lleno de simbolismo. Es un lugar límite, de soledad y de peligro. Pero también fue para el pueblo de Israel el lugar del “primer amor”, aquel en el que Dios los guió y alimentó, donde les entregó su Ley y los hizo pueblo suyo.
Por eso textos de amor como el de Oseas: "Por eso voy a seducirla, la llevaré al desierto y ahí hablaré a su corazón... y ella responderá ahí como en el día de su juventud..." (Os 2, 16-17). O la nostalgia de Dios: "Así dice Yahveh: De ti recuerdo tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo; aquel seguirme tú por el desierto, por la tierra no sembrada..." (Jer 2,2)
En el desierto nos encontramos con nuestros propios demonios, y se hacen más nítidas las voces que surgen de nuestras necesidades no resueltas: la necesidad de prestigio, aplauso y reconocimiento, el deseo idealizado de que no nos tocará el mal o el dolor, y también las hambres físicas, concretas... El demonio le planteó a Jesús: "Si verdaderamente eres Hijo de Dios..." es decir, la pregunta insidiosa de si Dios es nuestro Padre. Es una pregunta sobre Dios, y también sobre nuestra propia identidad.
En el desierto se quiebra la fantasía de lo automático y lo espectacular. Ahí hay que aprender que las piedras son piedras, y respetarlo. Aprender también a no tentar a Dios con riesgos absurdos, porque nada (ni el ser Hijo de Dios) te exime del dolor, de las caídas…
Pero si logramos silenciar las otras voces, lo que se oye es el susurro de Dios. Y ese susurro nos devuelve a lo esencial: la confianza básica en un Dios al que no necesitamos "poner a prueba" y las palabras que alimentan nuestro corazón y nos dan sentido. Aprendemos que no se pide de nosotros ser todopoderos@s, sino human@s.
Entendemos qué quiere decir Dios cuando nos llama "hijo", "hija amada". Y por qué se complace.
Clara Malo C. rscj
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