En el verano estuve de visita en una de nuestras comunidades en la ribera
de Chapala. La vida, el paisaje, el ritmo, son totalmente distintos al trajín
al que estoy acostumbrada.
Por la tarde llegaron dos chiquillos a buscar a una
de las hermanas para su sesión de preparación a los sacramentos. Son dos
muchachos que trabajan en el campo, pasan el día entre los corrales y la milpa,
y tuvieron pocas posibilidades de estudiar; también quedaron fuera del grupo
ordinario de catequesis. Llegaron
montados en su caballo, serios, con su sombrero en la mano. “Venimos a la
plática de la confirmación”.
Los dejé con la hermana y me fui a sentar a la terraza,
mirando el paisaje precioso de la laguna. Desde la sala llegaban algunas frases
sueltas, algo sobre las bienaventuranzas.
De pronto oí con claridad: “¿Entienden esto de felices los mansos?”.
Silencio. “¿Quién es manso? Por ejemplo, sus animales ¿cómo son cuando
son mansos?” Y en eso, la respuesta
clarísima de uno de ellos: se dejan
acariciar.
Dejé de oír. Ya no supe cómo siguió la catequesis, porque el
“clic” dentro de mí se quedó resonando tan fuerte que ya no hubo espacio para
más. Felices los que se dejan acariciar, porque ellos
poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurada si permites que la vida te acaricie. Si te
dejas querer. Si dejas que Dios te toque. Feliz aquel o aquella que ha sido
acariciado. Será como si la tierra fuera suya. Este mundo, con toda la bondad y
belleza que Dios ha puesto en él, puede ser apreciado por los mansos, los que
se dejan acariciar.
Clara Malo C. rscj
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