
Al pasar las semanas mi culpa y frustración subía y bajaba. Si lograba permanecer quieta y concentrada, quedaba contenta. Si me vencían las distracciones, me quedaba con cierto fastidio, enojo conmigo misma y la sensación de que el hilo de mi relación con Dios se iba haciendo cada vez más tenue.
Una mañana me dije: ahora sí. Dejé la computadora apagada y lejos de mis manos. Me senté en mi rincón del sofá, con mi té preparado. Crucé las piernas, junté las manos, cerré los ojos, respiré profundo algunas veces... y mi primer pensamiento luminoso fue: "¡FAJITAS DE POLLO! Queda perfecto para la comida de hoy". Medio segundo después, el primer regaño de mi conciencia: "¡No tienes remedio!"... pero entonces pude casi ver a Jesús: sonrisa ancha, ojos de risa, y diciendo mientras se sentaba en el sillón: Ok, Clara, cuéntame qué vas a hacer de comer.

Volví a entender lo básico de la oración: los métodos ayudan, pero lo que de verdad importa es la historia de relación que se teje día con día. La oración no se califica del uno al diez, nunca. Porque no se trata de mirarnos a nosotros mismos, y de ir subiendo puntos en el ranking imaginario de los místicos. Se trata de estar con Alguien del modo más cercano posible. Y ese "modo" no depende de nosotros, porque (ese es el otro básico), una relación es de dos. Y en este caso, Dios mismo es el primer interesado, y nos busca, nos ronda, nos alcanza...
Ese día hablamos de pollo y arroz. De ingredientes para ensalada. Pero lo que pasó ahí fue mucho más que eso, porque ese día recuperé la libertad. Y todavía más importante: sentí que recuperaba, paso a paso, mi propia identidad y mi amistad más honda. Después de un rato me quedé callada. Un silencio lleno de asombro y gratitud, parecido al que se hace cuando cierras los ojos saboreando un chocolate extraordinario. O cuando los abres grandes para no perderte ni una chispa de los cohetes en una fiesta.
Clara Malo C, rscj
Me llenas de consuelo... j8asj
ResponderEliminarMe gustó estar en silencio con Dios .
ResponderEliminar